Considero el mes
de mayo de 2009 el momento en que pude acercarme a una milonga (El Templete) y
quedar atrapada en este mundo. Aunque hubo un antes.
Hubo un antes unos
años atrás, esas temporadas que podemos llegar a tener algunos cuando se ha
roto con una situación e intentas
recomponerte, haciendo actividades varias que te ayuden a esclarecer lo maltrecha que
ha quedado tu vida. Así que una de las actividades a la que me asomé fue
bailar lo que fuese.
En su momento hice
durante unos años baile de salón, así que por ahí intenté retomar el tema
llevándome la gran decepción. No sé porqué todos los bailes había cambiado,
teniendo muchos un olorcito salsero importante. Que bien, por supuesto, pero esa
sensación que así el común de los mortales que se echaban en brazos de la danza
en pareja sólo tendrían que aprender un par pasos básicos y los demás tendrían
alguna variación. Y si, pero no.
También lo intenté
con danza del vientre, que me aburrió sobremanera, bollywood cuya energía
estuvo a punto de ganarme para siempre y alguna otra cosa más.
Por aquellos días
conocí a un chico argentino que me comentó de unos amigos que eran bailarines
de tango, actuaban en un local de vez en cuando y eran profesores. Sabiendo
aquello una noche fui a verlos. Me gustó, me pareció bonita la coreografía y todo
aquel “escenario” tanguero, pensé “yo quiero de eso”, así que me apunté a sus
clases.
Por supuesto que
lo que yo quería era bailar tango en algún lugar a modo de salón o latinos, ir
a clase y luego bailar con otra gente, conocer y poco más, aunque lo que
realmente fue "y poco menos".
Recuerdo que la
primera “clase de tango” fue de lo peor de la vida. Entré en un lugar donde
todos estaban emparejados y a mi me dijeron: “tienes que aprender esto que es
el paso básico”. No tenía ni idea así que sola, en un rincón de una sala
abarrotada me puse a…. a….. a…. a no sé qué narices hice durante casi una
hora, sin tener la certeza de que iba aquello y para que había pagado diez
eurozados en un rincón haciendo ¿qué?. Estuve a punto de pillar el bolso y
mandar a zurzir todo aquello. Aunque lo que hice fue respirar profundamente e intentar
relajarme, ya que es cierto que andaba pelín nerviosa por otros temas
personales, así que les dije a los “profesores” que no estaría de más un poco de
caso, por favor (soy educadísima) y si eso, hasta la semana siguiente.
Los meses
sucesivos fueron exactamente igual. Como mucho con un par de chicos que fueran
armoniosos en altura conmigo, aprender unas serie de pasos coreografiados con
más o menos soltura y con cada día menos entusiasmo. Hasta que pregunté: ¿dónde
puedo ir a bailar? Y la profesora me dijo: “Ché que impaciente que sos,
nosotros hacemos unas fiestas para alumnos, vení a tomar mate”. Y fui a una
fiesta a “bailar” y tomar mate.
Debía de tener
tantas locas ganas de bailar y soltarme de una vez en todo aquello, que
reconozco lo pasé muy bien en aquella fiesta, que de milonguera tenían lo
justo.
Tarde un par de
meses más en darme cuenta que lo mío no era el tango, que me aburría
soberanamente, y que desde luego había idealizado aquello, porque no me valía
la pena pagar un dinero por aprender pasos, pasos y más pasos. Cada vez que
preguntaba por algún otro lugar donde se podía bailar comenzaban a hablarme de
lo malísimos que eran los milongueros y milongueras. Gente borde, cerrada, que
no admitía novatos y que me iban a rechazar de plano.
Al final todo
aquello quedó en agua de borrajas, porque un buen día dejé de ir a clase. Dejé
todo aquello aburrida y harta de gastar tiempo y dinero, para que me dijesen
que bailaba muy bien y vamos a hacer fiestas argentinas para contentar al
público.
Fue una decepción.
Así que cuando unos años después alguien me dijo: “en el Retiro hay una milonga
al aire libre”, me faltó tiempo para ir a ver aquello. Y aquello no tenía nada
que ver con nada. Siempre voy a recordar aquel día con fascinación de no
entender nada y la gratitud de unos de los anfitriones a contarme en qué
consistía aquello.
A la semana
siguiente me acerqué con unos zapatos de tacón, con incertidumbre e inseguridad
pero fui y alguien me sacó. En aquel mundo del que me había hablado como lo
peor me sacaron a bailar, y no bailé volé, sin entender nada, simplemente me
dejé llevar por el lugar, la música y el agradecimiento a aquellos que me
invitaron a probar.
Después vinieron
otras clases para corregir y mostrarme en qué consistía realmente todo aquel mundo.
Me resultó increíble pensar en que había invertido aquellos meses, porque no
tenía nada que ver una cosa con otra. Aunque bueno, todo tuvo su momento.
Alguna vez después
me encontré en alguna milonga con esos antiguos compañeros, perdidos y en grupo como animales
asustados de fiestas argentinas, bailando entre ellos y mirando con
desconfianza a los demás bailarines. Ni que decir el pelotón de fusilamiento
ocular cuando me vieron bailando con todos, integrada y por fortuna para mí,
sin rastro de aquellos pasos aprendidos. Me dio cierta vergüenza ajena cuando alguna una vez
escuchaba a alguien diciendo: estos
aprendices que no salen del paso básico en mitad de la pista interrumpiendo,
cuando esas personas llevaban años, muchos años yendo a clases baldías.
Hace tiempo que ya no
les veo, sé que muchos continúan en aquellas clases, con sus fiestas y profesores.
Espero se lo estén pasando la mitad de bien que lo hago yo cuando salgo, me apena en cierta manera, porque no sabrán lo que es encontrar unos brazos energéticos que te
hacen perder la cabeza, conocer gente de cualquier lugar del mundo, sonreír con
el alma y enamorarte de un desconocido bailando a Angelito Vargas y sobre todo, no tener que esperar con
impaciencia la “fiesta”, porque en Madrid si quieres, todos los días tienes una
fiesta milonguera preparada para tus zapatos.
Ni mejor ni peor, lo que buscaba no lo tenía definido aunque si claro, necesitaba un momento analgésico y cumplió su función.
Lo de ahora.... lo de ahora sí que es otra historia, y llena de vida.
Lo de ahora.... lo de ahora sí que es otra historia, y llena de vida.
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