A la sombra de la
parra el sol de la tarde se filtra entre las hojas con un calor pesado, casi
aplastante y pegajosa sensación en la piel.

Se movió
pesadamente y el sabor pastoso de la boca hizo que se desvelara del todo, la
limonada que hace unas horas le había parecido lo más refrescante inimaginable
había quedado reducida en poco tiempo a azúcar y todo aquel calor no hacía más
que incrementar la sed.
Se levantó y al
estirarse rozó con las manos las hojas de aquel árbol. Sonrió y de manera
consciente acarició las ramas altas de la parra dejando pasar en ese instante, intensos rallos de
sol.
Entró en la casa y
el contraste de temperatura le hizo sentir un leve escalofrío. Caminaba
despacio por el corredor mientras sus ojos se adaptaban a la refrescante
oscuridad.
Pensó que se podía
haber quedado dentro de la casa “a la fresca” como decía su abuela Herminia,
pero hacía tanto tiempo que todas aquellas sensaciones no regresaban a ella,
que no pudo más que sucumbir al calor, el olor y dejarse llevar por un momento
inerte del tiempo que se convirtió en una siesta de verano.
Se refrescó, bebió
agua y cogió su pequeño ordenador, al pasar por la cocina su tía Adela le espetó: “chica olvidaté un poco más de la tecnología, estás en el campo”, le dedicó una sonrisa llena de ternura y salió de nuevo al jardín.
Su tía había
dedicado su vida a cuidar de su madre, la abuela Hermina, mujer recia de campo y viuda de joven con dos niñas a su cargo. Su madre casó pronto y se fueron a la
ciudad donde nació ella, mientras su tía no “tuvo suerte con los hombres”.
Adela era una
mujer pequeña, dulce y con una medio sonrisa cosida en la cara, ese gesto que
hiciera que nunca se supiera cuando podía estar enfadada, que le daba sensación de fragilidad y sin embargo, era una de las
personas más fuertes y llenas de energía que había conocido nunca, siquiera
Lucía su hermana, con la que compartía cualidades, pero es que nadie tenía esa
vitalidad.
Una vez murió la abuela, Adela se quedó sola en aquella casa enorme y ella la hizo suya
entera. Fue algo mágico, como si aquella mujer estuviera esperando su momento
para ser sencillamente ella, ni hija, ni hermana, ni tía.
Cambio el color de
todo dentro y fuera, la huerta se hizo un inmenso jardín
dejando los árboles de toda la vida. Abrió ventanas y tiró
recuerdos, los justos que no eran más que reliquias y las pocas cosas que
conservó las desperdigó por la casa tan delicada y sutilmente que sentías el
alma de los que allí vivieron. Le encantaba aquel lugar y reconocía el
maravilloso trabajo de su tía.
Cuando decidió que
quería pasar una temporada en el campo para escribir no tu tuvo dudas “con la
tía que me voy” y cuando se lo consultó a ella, le dio la alegría de su vida.
Llevaba 3 días
allí se había dejado cuidar y mimar resonando bocados de infancia desde el primer
momento, aunque lo que necesitaba era empezar con ello, así que se sentó, abrió el portátil y mientras se arrancaba apareció su
tía frente a ella: “Gracias hija. Gracias por decidir venir aquí, por tener la
valentía de cumplir tu sueño, por querer contar la historia de las mujeres de
tu familia. Serás mi sobrina, pero me recuerdas tanto a mi” y desapareció dentro
de la casa.
Durante unos instantes apenas reaccionó, un nudo de emoción le apretaba el corazón, suspiró y
comenzó a escribir:
“Laura se a había
enamorado de un joven soldado destinado las Colonias de Cuba, rondaba mil ochocientos noventa
y tantos. Justo antes de partir, le había pedido en matrimonio a la sombra de
una parra en un terreno que había comprado para ella……..”
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