miércoles, 18 de diciembre de 2013

El Hobbit: La Desolación de Tolkien

Cuando era adolescente leía todo lo que caía en mis manos, todo absolutamente. Iba definiendo gustos y era casi enfermizo terminar uno y asomarme al abismo del siguiente. Mis padres no daban crédito puesto que no habiendo un hábito familiar, cayera fanáticamente en las redes de las palabras. Tiempo después este comportamiento mío hizo que ellos también terminasen acercándose a tantos libros con los que aparecía por casa, como si fueran un tesoro. Que lo son.
Con diecisiete años hubo uno que me llamó la atención, ya empezaba a decantarme por la literatura épica y fantástica. El Hobbit, un librito que me gustó mucho e hizo me lazase a buscar cualquier otra lectura de aquel autor: J.R.R.Tolkien. Evidentemente la siguiente aventura fue ir de cabeza a El Señor de los Anillos, con sus tres libros contenidos en un volumen y una cantidad de páginas más que desalentar, me produjo alegría el pensar cuanto tiempo estaría colgada de su lectura.
Aquello fue tremendo, lo leí en apenas unas semanas en plenos exámenes, con los nervios paternos al límite al verme siempre con el libro entre manos en vez de los de estudiar. No hubo motivos para el enfado porque todo quedó satisfecho: mi avidez por la lectura, la satisfacción por las buenas notas con la consiguiente la alegría de mis padres, por lo cual decidieron regalarme otro libro; El Silmarillión. Con éste reconozco que me patinó la neurona durante la lectura.
Todos los lectores compulsivos sufrimos del mismo mal, te gusta un libro y quieres leerte todo que haya sido escrito y perpetrado por el autor. A lo loco y sin criterio (no es el caso).

A pesar del esfuerzo mental desarrollado en tan poco tiempo, quedé seducida por el mundo Tolkien en todo su esplendor, tanto que he llegado a ser un poquito friki con el tema. Expongo unos ejemplos que pueden dar fe de lo malas que se ponen las cabezas: tengo un pequeño "altar" con las películas, los libros, las figuritas que venían con las pelís y algún producto de merchandising como el colgante de los elfos, por otro lado una joya bellísima. En otro tiempo tuve el anillo único, uno de tantos anillos únicos y que ciega de amor filial le regalé a mi sobrino. A veces me da el síndrome Gollum y lloro por el anillo perdido. He  ido disfrazada de Elfo a los estrenos de las películas del Lord y también me regalaron a Dardo, la espada de Frodo, antes de Bilbo que hace ruidos y se pone azul a la que meneas y avisa que hay orcos en los alrededores. Es toda una verbena la espadita y quitarle las pilas fue una de las grandes decisiones de mi vida.
No tengo fotos de aquellos momentos con la pena consiguiente.
Así que vistas las tres películas de El Señor de los Anillos, en las que me lo pasé genial y colmaron mis expectativas respecto a las mismas, como no iba a sentirme seducida frente al Hobbit.
Realmente este libro aunque me gustó no me pareció tan extraordinario como el resto, pero lo disfuté por su lectura fantástica y sobre todo por la cantidad de personajes maravillosos: hobbits (medianos), enanos, elfos, magos….. locura todo.
El año pasado me enfrenté a la primera película, recordando el argumento del libro y dispuesta a ver una adaptación al cine. Una cosa es un libro y otra la adaptación, aunque las anteriores apuestas me parecieron bastante fieles a la historia, estuve sospechando que algo no iba bien porque el libro no daba para tres películas.
Lo cierto es que la primera me dejó atónita. Atónita de aburrimiento porque no es más que unos señores que se plantan en casa del pobre Bilbo, se lo comen todo, aparece el comercial de la batamanta, Gandalf el gris y luego de convencer al hobbit de hacerse saqueador (me pírria, yo también quiero ser saqueador) para marchar con ellos. Luego aparece Gollum haciendo las delicias de todos. Reconozco mi debilidad por ese bicho y repugnancia/ternura que me despierta. Ya no pasa nada más, bueno si, ese enano atractivo que es Thorin Escudo de Roble, me hizo recordar lo sentido por él en el libro. Que tiene dos bofetadas.
No pude evitarlo, este sábado fui a ver El Hobbit: la desolación de Smaug. No fue el único desolado. Desde luego las hordas de adolescentes que gritaban cual orcos estaban encantados, pero los que ya tenemos una edad, con algunos años entre la lectura del mundo Tolkien y la filmografía nos recorrió un escalofrío medular serio. Lo mismo era un cine interactivo y no me enteré que había unas corrientes de aire que no ayudaban a centrarse.
Thorín seguía despertando mis ganas de insultarle por lerdo. A Gandalf no le entiende nadie ni en la Tierra Media ni en la entera. Bilbo resuelve con gracia para ser un apacible hobbit. Légolas, que por él que si pasa el tiempo y un aumento extraordinario en el padrón de Elfolandia. 
No me animé a verla subtitulada, no quería perderme en el atractivo visual trepidante y por supuesto, no andar a la caza ni de enanos ni subtítulos. Y entonces hablo el Smaug El Dragón.
Madre, madre, madre, madre. 
¡Qué me enamoré como el burro de Shrek de su dragona! ¡Que personalidad! Atractivisimo con sus alitas y ese aliento que enciende a cualquiera. Lo mejor de la película. En la primera fue Smigol, alias Gollum y en esta, Smaug.
Iré a ver la tercera por supuesto, con menos convencimiento todavía,  aunque sólo sea para ver ese bichaco que me arrebata. 
En fin, Peter Jackson se ha hecho con los mandos de las adaptaciones y estas películas tienen de la historia Tolkien lo que yo de cura párroco. Nada.

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