miércoles, 9 de octubre de 2013

Querido Profesor

 Hace poco leí en un red social de una amiga que es profesora en otro país, llevando el idioma, cultura y su buen hacer a los alumnos, uno de los cuales le ha agradecido su trabajo, motivando aún más en el estudio.
Igual estamos viendo, como en muchos medios de comunicación también se les está haciendo un merecido homenaje, y más con lo que les está cayendo, y como se están partiendo el alma por la educación.
Esos profesores que de una u otra manera han estado con nosotros, que nos lo han hecho pasar mal muchas veces, y nos han abierto los ojos, aunque como niños o adolescentes hayamos tardado en darnos cuenta de su esfuerzo y cariño, no sólo docente.
Con todo esto he tenido oportunidad de recordar mis tiempos del colegio, entonces se hacía la EGB.
Eran finales de los setenta, y apenas empezaba a tener conciencia de lo que estaba ocurriendo en mi país. Acababa de morir Franco y eran los tiempos de la transición.
Entonces tendría once o doce años y era una niña terriblemente tímida, terroríficamente tímida, era una niña rara y ya despuntaba una en no querer ser una “mujercita”, prefería jugar al rescate o montar en patín, ahora monopatín, que a las muñecas o a la goma con otras niñas.
Tardé unos treinta años, en una de esas cenas que se organizan de antiguos alumnos, en descubrir lo que pensaban mis compañeros de mi y claro, lo que yo pensaba de ellos. Pero eso es otra historia.
Entre mis muchas virtudes era pasar desapercibida totalmente y la inseguridad, me hizo una pésima estudiante infantil. Con los años se descubrió que los conocimientos los tenía, que era buena en muchas materias, pero al parecer no me daba la real gana. Cierto, no me daba la real gana, para disgusto paterno.
Entonces hasta sexto teníamos a un mismo profesor y a partir de de entonces, pasábamos a tener uno por materia.
Recuerdo el día que entró el profesor y que iba a tener durante varios años, el encargado de las materias de Lengua y Literatura.
Un tipo alto, moreno, flaco vestido pantalón gris, jersey de pico y el cuello de una camisa locamente acomodado. Llevaba una pila de periódicos que hacía tambalearse, con una cartera llevada igualmente de forma acrobática. Lo recuerdo con la nitidez de la repetición, día tras día, durante 3 años. Así aparecía siempre cargado y desgarbado.
“Hola chicos, me llamo José Antonio Medina y seré vuestro profesor de Lengua”.
Qué grande José Antonio Medina. Fue el profesor. Mi profesor. Hubo muchos, muchas materias, muchas anécdotas, pero él es el profesor con letras mayúsculas de aquella época.
José Antonio hizo magia conmigo. La curiosidad, avidez y entusiasmo fueron despertadas. No fue un profesor al uso, de hecho fueron algunos años después cuando  lengua y literatura, ortografía y gramática aparecieron más tarde, que aprecié y aprendí con ganas y esmero.
Sus clases consistían en contarnos la actualidad, leer distintos periódicos, sacar conclusiones, entender lo que ocurría en nuestra sociedad, los cambios y entender lo que había sido y estaba siendo la historia de entonces.
Nos animó a leer y escribir, a amar las letras, sentir los libros como historia magníficas descubriendo maravillosas aventuras. Daba lo mismo cuales fueran, infantiles, juveniles, los clásicos o aquellos best-beller que caían en mis manos.
Ese hombre despertó en mí la pasión por leer y a la vez contar historias, incluso por interpretarlas. Me animó tanto que escribí cientos de pequeñas obras de teatro, de unos quince minutos, formando un grupito de teatro para interpretarlas.
Yo, la chica tímida de clase que apenas hablaba y se moría ante la pizarra, resultó ser una apasionada y enamorada de las letras.
Unos años después, me contó mi madre con una mezcla entre orgullo y sentimiento de culpa, que aquel profesor les llamó y contó de mi hacer literario, lo fructífera que era porque todos los días le presentaba escritos, cientos. Entre lo que leía y escribía no había tiempo para más, estaba enamorada de las palabras.
Por lo visto a mis progenitores no les hizo mucha gracia que la niña, ya rara entonces, fuese animada a contemplar como posible profesión la de escritora o imagino, cualquiera que tuviera que ver con el mundo literario. Así salieron y fueron las cosas. Sí que me hubiera encantado intentarlo, pero nunca podré negar que la decisión de encarrilar mis pasos por cualquier sitio, no fue sino un acto de amor de mis padres, para procurarme un futuro serio. Sin más.
Han pasado muchos años y ese amor nunca se fue, aunque lo de escribir se haya resistido, aunque no me ponga de forma seria, aunque nunca debe decirse “lo del agua”.
Leer siempre lo he hecho, a veces más apasionada, otras con más tranquilidad. Mi vida y mi casa está llena de libros. Situación que he tenido la oportunidad de calibrar al peso, en algunas de las múltiples mudanzas habidas en mi vida.
Pero fue él, la mecha o detonante, la libertad que me ofreció para acercarme a este apasionante mundo, y procurarme un romance eterno con los libros.
Tuve muchos profesores a lo largo de mis años. Algunos amé, otros odié, respeté, de más mayor compartí además de salidas, puntos de vista, cañas, discusiones e ilusiones, pero es José Antonio Medina, al profesor que hoy quiero hacer el honor de decir que fue: MI PROFESOR.

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