lunes, 13 de enero de 2014

Las líneas torcidas del tango

Considero el mes de mayo de 2009 el momento en que pude acercarme a una milonga (El Templete) y quedar atrapada en este mundo. Aunque hubo un antes.
Hubo un antes unos años atrás, esas temporadas que podemos llegar a tener algunos cuando se ha roto con una situación  e intentas recomponerte, haciendo actividades  varias que te ayuden a esclarecer lo maltrecha que ha quedado tu vida. Así que una de las actividades a la que me asomé fue bailar lo que fuese.
En su momento hice durante unos años baile de salón, así que por ahí intenté retomar el tema llevándome la gran decepción. No sé porqué todos los bailes había cambiado, teniendo muchos un olorcito salsero importante. Que bien, por supuesto, pero esa sensación que así el común de los mortales que se echaban en brazos de la danza en pareja sólo tendrían que aprender un par pasos básicos y los demás tendrían alguna variación. Y si, pero no.
También lo intenté con danza del vientre, que me aburrió sobremanera, bollywood cuya energía estuvo a punto de ganarme para siempre y alguna otra cosa más.
Por aquellos días conocí a un chico argentino que me comentó de unos amigos que eran bailarines de tango, actuaban en un local de vez en cuando y eran profesores. Sabiendo aquello una noche fui a verlos. Me gustó, me pareció bonita la coreografía y todo aquel “escenario” tanguero, pensé “yo quiero de eso”, así que me apunté a sus clases.
Por supuesto que lo que yo quería era bailar tango en algún lugar a modo de salón o latinos, ir a clase y luego bailar con otra gente, conocer y poco más, aunque lo que realmente fue "y poco menos".
Recuerdo que la primera “clase de tango” fue de lo peor de la vida. Entré en un lugar donde todos estaban emparejados y a mi me dijeron: “tienes que aprender esto que es el paso básico”. No tenía ni idea así que sola, en un rincón de una sala abarrotada me puse a…. a….. a…. a no sé qué narices hice durante casi una hora, sin tener la certeza de que iba aquello y para que había pagado diez eurozados en un rincón haciendo ¿qué?. Estuve a punto de pillar el bolso y mandar a zurzir todo aquello. Aunque lo que hice fue respirar profundamente e intentar relajarme, ya que es cierto que andaba pelín nerviosa por otros temas personales, así que les dije a los “profesores” que no estaría de más un poco de caso, por favor (soy educadísima) y si eso, hasta la semana siguiente.
Y la semana siguiente volví con un “paso básico”  aprendido, insegura personalmente y sin saber exactamente qué. Me pusieron con alguien quien me comentó que llevaba bailando un par de años y yo, con mi  escasa una hora de vuelo no puse en tela de juicio su buen hacer. Entonces empezó la segunda primera clase. Una de las cosas que no llegaba a comprender es, como un tipo que tenia 2 años a sus espaldas le ponían con alguien que no sabía nada, simplemente por temas de altura. Creía que este hombre además de desesperarse, se iba a aburrir como una ostra milonguera, y entonces llegó la sorpresa: “bailas muy bien”. ¿Qué bailo muy bien? ¿Qué bailo muy bien qué?. La clase consistió en enseñarnos una secuencia. Entonces era cuestión de ver como iba aquello y aprender de memoria el paso. No había marcas, no había postura, no había técnica. Lo ví, entendí e hice. Ese fue mi gran mérito tanguero.
Los meses sucesivos fueron exactamente igual. Como mucho con un par de chicos que fueran armoniosos en altura conmigo, aprender unas serie de pasos coreografiados con más o menos soltura y con cada día menos entusiasmo. Hasta que pregunté: ¿dónde puedo ir a bailar? Y la profesora me dijo: “Ché que impaciente que sos, nosotros hacemos unas fiestas para alumnos, vení a tomar mate”. Y fui a una fiesta a “bailar” y tomar mate.
Debía de tener tantas locas ganas de bailar y soltarme de una vez en todo aquello, que reconozco lo pasé muy bien en aquella fiesta, que de milonguera tenían lo justo.
Tarde un par de meses más en darme cuenta que lo mío no era el tango, que me aburría soberanamente, y que desde luego había idealizado aquello, porque no me valía la pena pagar un dinero por aprender pasos, pasos y más pasos. Cada vez que preguntaba por algún otro lugar donde se podía bailar comenzaban a hablarme de lo malísimos que eran los milongueros y milongueras. Gente borde, cerrada, que no admitía novatos y que me iban a rechazar de plano.
Al final todo aquello quedó en agua de borrajas, porque un buen día dejé de ir a clase. Dejé todo aquello aburrida y harta de gastar tiempo y dinero, para que me dijesen que bailaba muy bien y vamos a hacer fiestas argentinas para contentar al público.
Fue una decepción. Así que cuando unos años después alguien me dijo: “en el Retiro hay una milonga al aire libre”, me faltó tiempo para ir a ver aquello. Y aquello no tenía nada que ver con nada. Siempre voy a recordar aquel día con fascinación de no entender nada y la gratitud de unos de los anfitriones a contarme en qué consistía aquello.
A la semana siguiente me acerqué con unos zapatos de tacón, con incertidumbre e inseguridad pero fui y alguien me sacó. En aquel mundo del que me había hablado como lo peor me sacaron a bailar, y no bailé volé, sin entender nada, simplemente me dejé llevar por el lugar, la música y el agradecimiento a aquellos que me invitaron a probar.
Después vinieron otras clases para corregir y mostrarme en qué consistía realmente todo aquel mundo. Me resultó increíble pensar en que había invertido aquellos meses, porque no tenía nada que ver una cosa con otra. Aunque bueno, todo tuvo su momento.
Alguna vez después me encontré en alguna milonga con esos antiguos compañeros, perdidos y en grupo como animales asustados de fiestas argentinas, bailando entre ellos y mirando con desconfianza a los demás bailarines. Ni que decir el pelotón de fusilamiento ocular cuando me vieron bailando con todos, integrada y por fortuna para mí, sin rastro de aquellos pasos aprendidos. Me dio cierta vergüenza ajena cuando alguna una vez escuchaba a alguien diciendo: estos aprendices que no salen del paso básico en mitad de la pista interrumpiendo, cuando esas personas llevaban años, muchos años yendo a clases baldías.
Hace tiempo que ya no les veo, sé que muchos continúan en aquellas clases, con sus fiestas y profesores. Espero se lo estén pasando la mitad de bien que lo hago yo cuando salgo, me apena en cierta manera, porque no sabrán lo que es encontrar unos brazos energéticos que te hacen perder la cabeza, conocer gente de cualquier lugar del mundo, sonreír con el alma y enamorarte de un desconocido bailando a Angelito Vargas y sobre todo, no tener que esperar con impaciencia la “fiesta”, porque en Madrid si quieres, todos los días tienes una fiesta milonguera preparada para tus zapatos.
Ni mejor ni peor, lo que buscaba no lo tenía definido aunque si claro, necesitaba un momento analgésico y cumplió su función. 
Lo de ahora.... lo de ahora sí que es otra historia, y llena de vida.


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