lunes, 24 de marzo de 2014

Yolirelatos: Olor hierbabuena

A la sombra de la parra el sol de la tarde se filtra entre las hojas con un calor pesado, casi aplastante y pegajosa sensación en la piel.
Dormitaba sobre una tumbona con el duermevela de la tarde y el olor a hierbabuena le hizo abrir los ojos. Aquella casa cargada de recuerdos de infancia donde regresaba siempre que podía con una añoranza de entonces.
Se movió pesadamente y el sabor pastoso de la boca hizo que se desvelara del todo, la limonada que hace unas horas le había parecido lo más refrescante inimaginable había quedado reducida en poco tiempo a azúcar y todo aquel calor no hacía más que incrementar la sed.
Se levantó y al estirarse rozó con las manos las hojas de aquel árbol. Sonrió y de manera consciente acarició las ramas altas de la parra dejando pasar en ese instante, intensos rallos de sol.
Entró en la casa y el contraste de temperatura le hizo sentir un leve escalofrío. Caminaba despacio por el corredor mientras sus ojos se adaptaban a la refrescante oscuridad.
Pensó que se podía haber quedado dentro de la casa “a la fresca” como decía su abuela Herminia, pero hacía tanto tiempo que todas aquellas sensaciones no regresaban a ella, que no pudo más que sucumbir al calor, el olor y dejarse llevar por un momento inerte del tiempo que se convirtió en una siesta de verano.
Se refrescó, bebió agua y cogió su pequeño ordenador, al pasar por la cocina su tía Adela le espetó: “chica olvidaté un poco más de la tecnología, estás en el campo”, le dedicó una sonrisa llena de ternura y salió de nuevo al jardín.
Su tía había dedicado su vida a cuidar de su madre, la abuela Hermina, mujer recia de campo y viuda de joven con dos niñas a su cargo. Su madre casó pronto y se fueron a la ciudad donde nació ella, mientras su tía no “tuvo suerte con los hombres”.
Adela era una mujer pequeña, dulce y con una medio sonrisa cosida en la cara, ese gesto que hiciera que nunca  se supiera cuando podía estar enfadada, que le daba sensación de fragilidad y sin embargo, era una de las personas más fuertes y llenas de energía que había conocido nunca, siquiera Lucía su hermana, con la que compartía cualidades, pero es que nadie tenía esa vitalidad.
Una vez murió la abuela, Adela se quedó sola en aquella casa enorme y ella la hizo suya entera. Fue algo mágico, como si aquella mujer estuviera esperando su momento para ser sencillamente ella, ni hija, ni hermana, ni tía.
Cambio el color de todo dentro y fuera, la huerta se hizo un inmenso jardín dejando los árboles de toda la vida. Abrió ventanas y tiró recuerdos, los justos que no eran más que reliquias y las pocas cosas que conservó las desperdigó por la casa tan delicada y sutilmente que sentías el alma de los que allí vivieron. Le encantaba aquel lugar y reconocía el maravilloso trabajo de su tía.
Cuando decidió que quería pasar una temporada en el campo para escribir no tu tuvo dudas “con la tía que me voy” y cuando se lo consultó a ella, le dio la alegría de su vida.
Llevaba 3 días allí se había dejado cuidar y mimar resonando bocados de infancia desde el primer momento,  aunque lo que necesitaba era empezar con ello, así que se sentó, abrió el portátil y mientras se arrancaba apareció su tía frente a ella: “Gracias hija. Gracias por decidir venir aquí, por tener la valentía de cumplir tu sueño, por querer contar la historia de las mujeres de tu familia. Serás mi sobrina, pero me recuerdas tanto a mi” y desapareció dentro de la casa.
Durante unos instantes apenas reaccionó, un nudo de emoción le apretaba el corazón, suspiró y comenzó a escribir:
“Laura se a había enamorado de un joven soldado destinado las Colonias de Cuba, rondaba mil ochocientos noventa y tantos. Justo antes de partir, le había pedido en matrimonio a la sombra de una parra en un terreno que había comprado para ella……..”

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